Humo

Ignacio Escañuela Romana

Salí al ventarrón de la noche y todo el humo salió despedido y se fue, las nubes me abandonaron, respiré en lo más alto del cerro observando tristes estrellas sobre mí, reflexionando sobre el futuro ya perdido.

Solía creer al menos en mí, ya no. Ahora vislumbro visiones en noches abiertas y sin sentido, donde sobre los prados sueñen procelas durmientes y el huracán tenga breves vahídos de somnolencia.

Todo lejano, en el tiempo. Pero ahora tengo en esa perdida la felicidad de ser ahí y percibirlo. Mientras, siento el viento jugar con mis cabellos y mi piel, breves descargas me recorren, sueño bajo cielos negros con extrañas luces. Sin despedidas, de lo que ahora por fin no me siento culpable.

La inmensidad

Ignacio Escañuela romana

«¿Que yo me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué?» dijo, gritó y cantó, Walt Whitman. ¿Qué es una vida plena sino la más contradictoria? Nada más alejado de vivir que seguir lo planificado y lo que te señalan, lo que se espera y lo que esperan de ti, las normas, los valores desgastados del uso, la culpa absurda y las noches sin dormir porque haces lo que no quieres, la sonrisas que evitan la risa. Esa pelea constante entre lo supuesto y el impulso, los logros siempre ineficaces.

Sí, «Oh mi yo, mi vida» cantó Walt Whitman. De esa deslealtad, pues «¿Quién es más necio que yo, ni más desleal?» se lamentó.

¡Ya sabes la respuesta! y no es mía, es del gran poeta de la democracia: «que puedes contribuir con un verso». He aquí pues el verso de hoy, lector.

En vientos

Ignacio Escañuela Romana

¿Desperté o soñé?, ¿abrí los ojos o bien los cerré? Me pregunto si respiré o lo vi justo en el momento en que anhelante la inhalación yací cerca de la muerte por un instante. ¿De día clareando o por la noche cerrada? Pero sí sé que sobre cielos azul pálido, en vientos de calima, pájaros negros surcaban de oeste a este en inmensas bandadas. Huyendo del fin del mundo que se aproximaba ineluctable.

Allí, sin lugar

Ignacio Escañuela Romana

Fue al levantarme, di unos pasos vacilantes y, de repente, pero de modo esperado, me adentré en la oscuridad. Allí, pero sin lugar, no podía medir formas ni volúmenes, nadie había, la luz había desaparecido. Entonces me di cuenta, sentí una profunda tristeza y pesadumbre, de las experiencias que pasan y no retornan, y de las que ni siquiera fueron aunque existieron como posibilidad. Sensaciones evanescentes, ir impulsado en vientos lejanos hacia eso que es nada y lo es todo.

Tiempo como existencia, en la consciencia de lo que había sido y estaría. La vi claramente, aquella noche de verano en calles desiertas, suave brisa cálida, en cielos estrellados, sequedad. Sonriendo y mirándome.

Creencia y voliciones se evaporaron. Y, aunque deseaba salir, no pude ya hacerlo. Escribo y habito desde aquella mañana ahí. Y las palabras no me bastan para expresarme. Atisbo una y otra vez una calle estrecha, placita al fondo en penumbra, sus ojos en la risa.

Las que puedo musitar las arrojo aquí, como un viento.

Antiguos

Ignacio Escañuela Romana

Que los hombres revivimos antiguos tormentos, apuntó Lem. Sí, cómicos, porque no sólo el universo ríe al tiempo que no comprende, sino que el mismo hombre permanece absorto y duda de ellos.

Pero que son dramas y se viven en el intenso dolor, dejando experiencias definitivas. Como si en la vida, en ese pequeño transcurso de tiempo, la comprensión debiera de aparecer, con el único objetivo de lograr nada.

Que establecemos la felicidad como obligación y trazamos pasos en esa dicha. Que reímos también construyendo castillos en la arena. Quizá como un escenario único de ficción en el que somos actores y el guion nos viene dado.

En fin, pasamos… Relativos e insustanciales, menos esenciales de lo que afirmamos, repetición de innumerables hombres y sus dramas y risas, en el pasado y el futuro.

Ola

Ignacio Escañuela Romana

He tomado los recuerdos sensatos y he hecho una pira con ellos, su lumbre me reconforta en los inviernos brumosos. Tomé todas las ofertas atractivas y me carcajeé de ellas. Todavía pisoteo las últimas y escucho su crujido. Ahora me miro al espejo, nocturno, mientras luces iluminan violentas el firmamento. Proyecto sobre ellas, superpuesta, a Calipso, su cuerpo desnudo ardiente, su sonrisa burlona y rebelde. Yo, mortal, ya no podré verla de nuevo. Atormentado, me pregunto cómo pude abandonarla. Rugiente el interior, me acerco a las playas cuando las olas ríen con la arena y tomo noches de deseos violentos. Me digo que sí, soy estúpido. Entonces borracho perdido, soy capaz de dormir y sueño con la ola que en la costa de Ogigia acaricia su cuerpo perfecto, eterno, ardiente, para viajar largas millas y llegar hasta la orilla en donde estoy y murmurarme sobre ella. La veo, entonces, acaricio y deseo no ver amanecer.

Carcajadas

Ignacio Escañuela Romana.

Fue como andar de cabeza, desde el principio hasta la terminación. Se reía a carcajadas, justo cuando habría tenido que llorar más. Como la conclusión de todo en el instante en que, ¡sorpresa!, nada finaliza. Creo, honestamente, que desde aquel momento todavía sigue tronchándose a carcajadas para hartazgo de quienes le rodean. Sin embargo, verle en el punto irónico final, donde ya nada importa, me cambió la vida. El encuentro más vital que haya mantenido, el momento del no retorno. Desde entonces, ¡oh, lo siento!, mas nada en realidad, tiendo a reírme hasta doblarme. Pierdo la respiración, me descoyunto y, ¡claro!, disfruto a morir. Por eso, hago esta genuflexión justo ahora y desaparezco. Si pudierais escucharme …

Viejo Mundo

Ignacio Escañuela Romana

Leer la Rubbaiyat nos lleva al después. Toma ese vino bajo la luz de la luna, pues tal vez mañana la luna te busque en vano, cantó Khayyam. «Cuando muera, ¿no seré como Enkidu? El espanto ha entrado en mi vientre . Temeroso de la muerte , recorro sin tino el llano», dice Gilgamesh en el primer libro registrado, en la epopeya de Gilgamesh. La literatura nació como una reflexión de la muerte como realidad humana. No, la filosofía no es aprender hacia la muerte, es vivir y persistir. Como todas las actividades humanas. Aunque, en ese objeto, fracase una y otra vez, en un drama repetido.

Frente al temor de la muerte, la filosofía helenística dio algunos consejos, para procurar una vida feliz. «Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada en relación a nosotros. Porque todo bien y todo mal está en la sensación; ahora bien, la muerte es privación de sensación» (Carta a Meneceo). La muerte no produce temor, dice Epicuro, porque cuando llega perdemos toda percepción. Tiene razón, pero no cuela. El miedo no es abandonable, nos persigue. «¿Qué es la muerte? Porque si se la mira a ella exclusivamente y se abstraen, por división de su concepto, los fantasmas que la recubren, ya no sugerirá otra cosa sino que es obra de la naturaleza», dice Marco Aurelio en sus Meditaciones. Sí, pero es un aspecto de la naturaleza que rechazamos, claro.

De la misma forma, la literatura recoge esa realidad sin más, como un hecho ineluctable, como un acontecimiento más de la vida. Pero, quizá, como señala el poema de Goytisolo, ese hecho real, un paso más, sí nos deja a los vivos en la soledad: «al chocar contra el mármol
de tu terrible ausencia».

Sí, pero también la desolación, lo que sintió José Arcadio Buendía en esa maravillosa novela de García Márquez, la nostalgia terrible del muerto por volver a la vida, aunque sólo sea para mojar el tapón de esparto.

Bajo

Ignacio Escañuela Romana

A través de los años se preguntaría incesantemente por ese instante. Como si toda su existencia hubiese quedado condensada en él. Todo el resto sería, entonces, algo inútil y perdido. Se miraría, pues, a sí mismo y, como un golpe, no comprendería nada.

Absurdo, viajar por las tardes al viento que recorre los atardeceres de la llanura, como si volase. Encuadrado y bajo ataduras férreas, no habría, no obstante, perdido la capacidad de soñar.

Pero sí vagaría, sin lugar ni momento, como representación de esa vida.

Aquel momento

Ignacio Escañuela Romana

La sensación de frío y soledad en medio de una nada, como otras tantas, con la que me continúo despertando día tras día. La noche que me reveló lo que sabía bien dentro de mí, la ausencia, de todo, de cualquiera, de mí mismo. Aquel instante que será mi último recuerdo, que se evaporará en el tiempo sólo cuando yo no esté.

Sólo queda el hondo estremecimiento momentáneo, en mitad del conato que sigue persistiendo, obstinado. La estupefacción, el fluir pasajero en la mirada, las estrellas observando, el hueco interior incolmable.