Un acertijo

Ignacio Escañuela Romana

Entonces, inquieto, tiritando de frío en la noche, me levanto y me pregunto acerca de dónde esté Uqbar y, si llegando por fin allí, podré acceder a Tlön. Tal vez articulando las preguntas en una de las lenguas del hemisferio austral, me digo. ¿O será que estoy en Uqbar ya, buscando la Tierra, intentando pensar en una de las lenguas del hemisferio boreal producto en el tiempo de las conquistas de un imperio desaparecido?.

No puedo olvidar y soñar, de forma que me estremezco en la suave corriente.

Decir adiós

Una visión personalísima de Marlowe. El detective de Chandler.

Ignacio Escañuela Romana.

Si me preguntasen a quién recomendaría para aprender a escribir leyéndolo: Raymond Chandler, directo, conciso, expresivo, vigoroso, nunca desenfocado.

Marlowe es siempre el hombre solitario, dubitativo pero de convicciones éticas. Representa al existente que se niega a dejar ir sus convicciones. Expresa, nos dice Chandler, los principios éticos en un mundo donde éstos se venden o cambian. Quien se presenta en casa del magnate y piensa en rescatar a la doncella en el friso de la entrada, soltándole los nudos que la aprisionan.

Marlowe el que se despidió lentamente de su amigo en el Largo Adiós: mientras aún merecía la pena. Aunque después siente la profunda soledad del pasillo por donde el antiguo amigo se aleja. El antiguo amigo por el que estuvo dispuesto a ir a la cárcel.

Recuerdo leyéndolo en una lejana posta del autobús, camino a Madrid, hace tantos años que no sabría decir cuántos. De noche, en busca de un mundo distinto, respirando el frío de un día de diciembre. me impresionó la exactitud de sus descripciones, la prosa medida. Sobre todo, sentí la enorme soledad y amargura de un hombre de ideas claras, zarandeado por el mundo. Quizá un personaje de ademanes caballerescos perdido en medio de la nada del capitalismo, en mitad del fragor del todo se vende o compra. Releí una y otra vez, en Madrid, aquellos meses, el Largo Adiós, el Sueño Eterno, la Dama del Lago, la Hermana Pequeña, …

El detective que juega al ajedrez por las noches, contra el libro, mientras va reflexionando sin encontrar respuestas a lo vivido. Que da de comer al gato cuando éste, espíritu libre, se digna a aparecer. Quien declara sobre sí mismo: «cuando me liquiden en un callejón oscuro …nadie va a tener la sensación de que su vida se ha quedado sin sentido».

Lo recuerdo porque siempre se desea, en el fondo, parecerse lo más posible a él. Capaz de soportar tanto amenazas y golpes, como, sobre todo, intentos de comprarle. Capaz de ser contratado por cinco dólares y, al mismo tiempo, solicitar altos salarios a un multimillonario. Quien sudó largamente en medio de las orquídeas de un hombre que sobrevive por el calor del invernadero. Quien fumó para que ese hombre, henchido de dinero, pudiera saborear el tabaco a través del olor, mientras se lamenta de tener los placeres secundarios de otros hombres que los experimentan.

¿Quién no ha soñado en, solitario, desafiar a todos los sentimientos y, al mismo tiempo, entenderlos todos?. Marlowe, sin duda, el detective que desafiaba como existente al mundo de valores corrompidos.

En la vida se mezclan, para todo lector, la vida misma y las lecturas. Las aventuras reales e imaginarias. Leer a Chandler significa dar un largo adiós siempre, de quienes se van despidiendo entre lecturas, en camino hacia el sueño eterno. Con alguna bravuconearía y un carácter corrosivo. «Decir adiós es morir un poco», afirma Marlowe, justo cuando voy a retomar el autobús, un noche fría de diciembre, en camino a Madrid.

En la dualidad de la historia

Escañuela Romana, Ignacio

Mayo, 2022

El hombre antiguo vivía en un lugar suyo y de otros, formando comunidades con identidad. Pertenecía a esa sociedad y a ese entorno, como se es y se piensa. Sí, un apéndice, pero con su propia verdad y su voz. No era un nombre, sino un apodo definitorio y su familia era un linaje. Vivía en la necesidad y en la inseguridad, mas lo aceptaba como un hecho más de la naturaleza implacable. Aunque le dolía, sí, desesperaba de su condición.

No, no era bueno por naturaleza, la guerra existe desde que el hombre aprendió a reconocerse y a fabricar y modificar su ambiente. No, no había igualdad estricta, porque el poder está presente en todas las sociedades, desde que fueron creadas como un determinado de la historia.

Sí, quería prosperar. A menudo, la tradición de su lugar le pesaba como un
fardo y despotricaba.

Entonces llegó la modernidad. No fue el primer paso, pero sí uno diferencial y relevante. Su espíritu es la regla y la uniformidad, somete naturaleza y hombres a regularidades justificadas. El hombre se siente dueño de sí mismo y de su condición. Es el Ulises de Adorno y Horkheimer. El dominio dejó de ser algo anecdótico y tradicional para pasar a estar sometido a una nueva legitimación.

Entonces, el hombre pensó que acariciaba la inmortalidad y la omnipotencia, y encumbró la ciencia como instrumento eficaz, una segunda naturaleza, una verdad indubitable, aunque en teoría incierta.

La regla, la propiedad de adecuación universal a una regularidad establecida, estudiada y fundada, borró las identidades locales y familiares, así como la personal. Había perdido el valor único y el hecho de ser, en el tiempo, como la naturaleza, ahora, no obstante, puesta enfrente como enemiga de la que extraer utilidades. Lo específico se difumina en el tribunal del orden, el valor a obtener, el instrumento sometido a mi poder. El Estado aniquila el derecho de familia de Antígona y la obliga a desaparecer.

Nada parece entonces imposible. La ciencia nos promete el paraíso de la
eternidad y la relegación de la enfermedad al olvido. Vivimos como casos, nos hemos definido como ejemplos, nos hemos concentrado en poseer, instrumentalizar el tiempo; anularlo y someter al mundo al deseo. Las comunidades han desaparecido, sólo quedan las aglomeraciones de
individuos. El apodo se perdió, se conserva la etiqueta.

A cambio, el horror a la muerte y la enfermedad, porque ahora aspiramos a
su derrota, y la alienación de mi significado como posesión de otros y otras personas. Leo, pues, los libros de historia y me asombro de cómo las personas podían ser felices y desear, amar y trabajar, en medio de la calamidad y con la muerte presente. Epidemias como la peste negra, en medio de la impotencia humana. Aunque sé que en el futuro, espero, generaciones que ni imagino se preguntarán cómo podía yo aceptar enfermedades y realizar tantos trabajos físicos, y tener tantas fallas físicas y psicológicas. Posiblemente en un mundo de una nueva especie, perfecta y casi inmortal. Si antes no nos hemos aniquilado a nosotros mismos. ¿Podrán comprender el mundo de un ser mortal y privado?

Pero es cierto, también, que me levanto y existo, y sé que mi presencia en
lugares por lo que paso, trabajo y vivo, es circunstancial, un engranaje más. La clasificación. En una sociedad, además, donde el poder de unos sobre otros es cada día más fuerte y la obligación de rendir, y ser útil y eficiente, me persigue todo el día, y la noche.

Reflexiono y me doy cuenta de que esto está empezando, que vamos corriendo hacia el control de la naturaleza y la sociedad, la transformación del hombre y la estabulación del tiempo, en medio, sí, de desastres climáticos y guerras, ante esa realidad tan terrible que tanto nos define como hambrunas y enfermedades superadas para millones de congéneres iguales a nosotros. Entonces paseo tranquilamente y siento que soy, ese cogito cartesiano del que tengo certeza, y me esfuerzo en sentir esa existencia.

https://orcid.org/0000-0002-5376-0543
https://philpeople.org/profiles/ignacio-escanuela-romana

En las playas

Ignacio Escañuela Romana

Ahora me siento en esta orilla del universo a observar el paso sobre mí de infinitos mundos desconocidos. Sueño con lugares lejanos que jamás podré conocer, inmensas galaxias repletas de materias extrañas, organismos vivos inverosímiles, reacciones energéticas increíblemente densas, llamaradas de sonidos en frecuencias imperceptibles que me atraviesan como si una nada me formase, ondas que me zamarrean como si fuese un mero muñeco, vibraciones extraordinarias del principio. Pienso en que todo surgió de la nada y que jamás podré comprender esos sencillos conceptos: ser y nada. Me temo que ningún hombre podrá jamás lograr entender la realidad que corresponde a esas simples funciones de ordenación, espacio y tiempo. ¿Cómo es posible que estemos aquí? ¿Quién trazó el mundo según el principio antrópico?

Sencillos principios, ideas claras, conclusiones confusas. Me convenzo de que en todas las funciones matemáticas que perfilamos siempre hay algo humano, demasiado humano. No nos bastan las relaciones y el orden, buscamos el qué y el por qué. Aquí sentado ahora, en mi corral, mirando desde una de estas playas a los soles y galaxias que se mueven ineluctablemente y me enseñan su pasado. Toda observación es un viaje, todo viaje lo es en el tiempo y el espacio. Ésa es quizá la primera ley: toda información precisa tiempo, toda lo es del pasado.

Recuerdo en mi adolescencia la extrañeza de este conjunto que llamamos cosmos. La rareza que percibí instantáneamente en la regularidad aparente. La sensación que me persigue ahí de carencia de sentido en el hecho de que soy y estoy aquí. ¿Por qué ahora y aquí y no entonces o después y en otro lugar? ¿Por qué escribo en 2021 y no en 2340 o en 234? ¿Por qué en esta playa y no en otra cualquiera? ¿Por qué la existencia?

A veces, es la verdad, me imagino manejado por un otro que me observa, como una especie de réplica de Solaris. Me imagino siendo utilizado como observatorio por una especie de dios lejano y poderoso. Como una marioneta, me muevo y conozco, y nada más. Y me figuro que ese dios no puede comprenderme: sabe lo que siento, pero no lo comprende, pues no es humano.

Entonces recuerdo que el hombre es: especie que aporta significado al mundo. Que lo convierte en un para sí. Una caña frágil pero pensante, Pascal. La apercepción kantiana.

Creo que quisiéramos dejar de pensar y reintegrarnos a los meros hechos simples. Reflexiono que no podemos. Entonces me siento en esta playa y observo las estrellas y los cúmulos, las galaxias, los horizontes lejanos. Estar en esa apartada cala insignificante se convierte, pues, en un privilegio. Pesa el conocimiento, pero merece la pena. Eso no me quita ni un ápice de la sensación de ignorancia y sin sentido. Pero desde este rincón escucho los ecos del universo, hermoso en sí mismo: y para mí.

Muy pronto

Ignacio Escañuela Romana.

«Muy pronto todos te habrán olvidado», nos dice Marco Aurelio. Le imagino sentado en el campamento del ejército, en una región para él alejada y pérdida, tras una escaramuza o una batalla, mientras oye los gritos de los heridos y los lamentos por los muertos, o las fiestas por estar todavía vivos y la victoria. Ante la enormidad de su responsabilidad colectiva e histórica, se sienta y escribe esto: no importa lo que haga, me desvaneceré en el tiempo y todo recuerdo conmigo.

Dice Arendt, y afirmaba Aristóteles, que un filósofo no debe ser gobernante. Pero este fue nada menos que emperador romano. Y lo fue en plena crisis del imperio. Además, fue efectivo, nos dicen los historiadores. Bueno, no todos ni mucho menos: Fraschetti destaca una política económica muy negativa. También se habla de la persecución de los cristianos.

Como fuere, en el campamento, pensando en la inmensidad del universo y sus leyes inamovibles, escribió en mitad de la batalla de hoy hacia la de mañana: «Una pequeña araña se enorgullece de haber cazado una mosca; otro, un lebrato; otro, una sardina en la red (…) y el otro, Sármatas. ¿No son todos ellos unos bandidos, si examinas atentamente sus principios?». Consciente de las contradicciones de su vida, se pregunta sobre si somos o no ladrones. Claro, me pregunto con él acerca de la corrección de la vida real que llevo. Mientras, recuerdo que muy pronto…

(1) Fraschetti, A. (2015). Marco Aurelio: la miseria della filosofia. Gius. Laterza & Figli Spa.

(2) Aurelio, M. (2019). Meditaciones (Vol. 5). RBA Libros.

Imposibilidad

Ignacio Escañuela Romana.

Una de las experiencias humanas más extrañas es el paso del tiempo. Es verdad, nos acostumbramos a él pero es raro que lo pasado no podamos alcanzarlo de nuevo y estemos condenados a irlo perdiendo, primero como recuerdos y después como un paso a la nada. Imagino que cuando adquirimos consciencia nos resulta angustiosa la pérdida constante de todo lo que vivimos, como si trozos nuestros los fuésemos dejando. Claro, nos consuela la sensación de que somos los mismos y de que cada vez sabemos más y percibimos mejor. Supongo que es un poco de azúcar que el tiempo nos entrega para que admitamos esa forma constante de muerte que es la vida.

Siempre me ha resultado extraño escuchar que hay que vivir intensamente, como si todas las vidas y experiencias humanas no tuviesen esa particularidad. Intensidad que procede de que sabemos que no podremos pasar más por esos puntos en los que estamos. Es más, pienso que las personas que rehúyen las sensaciones profundas lo hacen probablemente porque no pueden soportar el carácter radical de la vida y buscan algún refugio. En verdad, me digo, ¿no buscamos todos alguna parada en la vida frente a ese transcurso que nos va llevando hasta el fin?.

Creo que la extrañeza ante el cambio me llevó a la filosofía y confieso que creo que todos los hombres tienen siempre, aunque les pese, algo de filósofos. Reconozco, también, que la belleza del arte, su contemplación y carácter sublime, es otra opción. Posiblemente más completa y plena pero, al mismo tiempo, episódica y fragmentaria.

La vida, entonces, es la experiencia de la imposibilidad: de que no podremos volver a vivir los instantes del pasado y los estamos perdiendo. Bueno, algunas experiencias no está mal que se alejen, pero otras …. Supongo que la felicidad es justo ese momento en que pedimos al universo que el tiempo se detenga. Por supuesto, el universo no nos escucha y todo sigue. No hay más.

La repetición trillada

Ignacio Escañuela Romana.

¿Por qué las tragedias humanas se repiten una y otra vez, y lo hacen ante la indiferencia del mundo?. No sólo eso, ¿por qué la repetición se produce como el disco «que un borracho toca una y otra vez echando una moneda en una ranura». No, tampoco creo que esas tragedias influyan, de ningún modo, sobre el universo: «no, no creía que la tragedia de dos seres humanos pudiera conmoverlo».

¿Entonces?. Claro, «yo no tenía ninguna esperanza» Sí, quizá «resignarse a la idea de que en todos los hombres reviven antiguos tormentos, tanto más profundos cuanto más se repiten».

Observo las polaroids de Tarkovsky, quien, sí, llevó a la pantalla la historia de Kelvin y Harey. Creo que tanto en la peli, como en esas fotos, veo lo mismo que el maestro: instantes suspendidos del tiempo en mitad del drama humano. Momentos fugitivos en la bruma de la existencia.

Claro, Resignarse a vivir como el borracho que coloca discos. No hay más. Y, entre medias, algún comentario, como si fuese una de esas cuestiones marginales de los medievales. Por algo, los dramas de la tragedia griega clásica son actuales, tanto como los de Shakespeare o Lope de Vega. Tanto como el del dramaturgo que está, ahora mismo, sentado escribiendo.

Dejar, pues, en el tiempo esos flashes de imágenes. Instantes que existen por sí mismos, aunque el tiempo indiferente se los lleve.

Bahía

Ignacio Escañuela Romana

Me siento a observar el tiempo y las vidas, como un suave fluir a través de distancias y sufrimientos. Imagino que trazamos proyectos como quien cree que remontará esa corriente que, finalmente, se reirá y nos irá arrastrando. Como si cada vida, todas, no fuese más que ese esfuerzo en dar sentido a la nada que, en algún momento, termina atrapándote. Entonces, sólo queda observar el poderoso paso, dejarse llevar, sentir el movimiento de lo que va constantemente muriendo para ser reemplazado. En lo que es, sin duda, una experiencia humana repetida, pero no menos trágica en su eterno retorno. Como si todos estuviésemos condenados a seguir los mismos pasos mientras la corriente se carcajea y nos lleva. Ya Heráclito, doliente, lo escribió: «El tiempo es un niño que juega con los dados».

Soñaría, pues, con instantes de infinita certeza, atemporales, fijos contra el transcurso. Algo indeleble, un último intento del ser parmenídeo no cambiante. Aunque sé que esto es imposible. La razón nos ofrece la eternidad parcial, pero vivimos en el rumor de la vida frondosa, de la selva de sensaciones, de lo que nos hace sentir vivos. Aunque la verdad nos llama la atención, la apartamos para pasear por los bosques donde habita lo que somos.

Por todo eso, y por las historias que ya se acumulan, prefiero sentarme y dejarme llevar, pensando, como Khayyam, con cierto sabor acre, mas dulce, que quizá la luna me busque mañana en vano.

Aquí, ahora, me siento en esta especie de bahía propia y personal de un San Francisco mítico, configurado por mi mente. Entonces, siento la marea que fluye y mueve inmisericorde a la arena, me noto pleno de la sustancia del universo: del cambio. Casi todo lo he perdido en ese tiempo pero, la verdad, no me importa ahora. Disfruto del transcurso que tengo dentro y fuera. Se perderá en el tiempo, como lágrimas en la lluvia del replicante de Blade Runner, mas ahora soy ahí.

Bajo

Ignacio Escañuela Romana

A través de los años se preguntaría incesantemente por ese instante. Como si toda su existencia hubiese quedado condensada en él. Todo el resto sería, entonces, algo inútil y perdido. Se miraría, pues, a sí mismo y, como un golpe, no comprendería nada.

Absurdo, viajar por las tardes al viento que recorre los atardeceres de la llanura, como si volase. Encuadrado y bajo ataduras férreas, no habría, no obstante, perdido la capacidad de soñar.