Ignacio Escañuela Romana.
Entonces llega el estremecimiento, una onda interior que todo lo abrasa hasta los cimientos, un hondo quejido de la soledad absoluta, la sensación de que hay algo por debajo predeterminándolo todo y ser incapaz de verlo, sentir los hilos que atan y estar imposibilitado para tocarlos o verlos, la emoción de la desesperación más profunda, la inaceptación de estar arrojado en un ser que es fenómeno desconocido.
Observa tranquilo el horizonte de un sur ardiendo a las cuatro de la tarde de un día veraniego del atlántico andaluz. Todo en llamas: las colinas y los olivos tendidos, el camino a su izquierda con sus piedras y tierra prensada, el árbol bajo el que se refugia, el polvo en suspensión, las chicharras llamando, la luz blanca que atrapa al todo y al viviente.
Siente esa locura, pues. Lo que le ha ido persiguiendo y hace un tiempo le atrapó. Sí, es el tiempo, pero hay algo más. Indefinido: siente imposible expresarlo. Es como ver el escenario y los actores, pero desconocer qué existe entre bambalinas.
Inútil, se dice. Continúa el intenso tremor.
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