Ignacio Escañuela Romana.
Una de las experiencias humanas más extrañas es el paso del tiempo. Es verdad, nos acostumbramos a él pero es raro que lo pasado no podamos alcanzarlo de nuevo y estemos condenados a irlo perdiendo, primero como recuerdos y después como un paso a la nada. Imagino que cuando adquirimos consciencia nos resulta angustiosa la pérdida constante de todo lo que vivimos, como si trozos nuestros los fuésemos dejando. Claro, nos consuela la sensación de que somos los mismos y de que cada vez sabemos más y percibimos mejor. Supongo que es un poco de azúcar que el tiempo nos entrega para que admitamos esa forma constante de muerte que es la vida.
Siempre me ha resultado extraño escuchar que hay que vivir intensamente, como si todas las vidas y experiencias humanas no tuviesen esa particularidad. Intensidad que procede de que sabemos que no podremos pasar más por esos puntos en los que estamos. Es más, pienso que las personas que rehúyen las sensaciones profundas lo hacen probablemente porque no pueden soportar el carácter radical de la vida y buscan algún refugio. En verdad, me digo, ¿no buscamos todos alguna parada en la vida frente a ese transcurso que nos va llevando hasta el fin?.
Creo que la extrañeza ante el cambio me llevó a la filosofía y confieso que creo que todos los hombres tienen siempre, aunque les pese, algo de filósofos. Reconozco, también, que la belleza del arte, su contemplación y carácter sublime, es otra opción. Posiblemente más completa y plena pero, al mismo tiempo, episódica y fragmentaria.
La vida, entonces, es la experiencia de la imposibilidad: de que no podremos volver a vivir los instantes del pasado y los estamos perdiendo. Bueno, algunas experiencias no está mal que se alejen, pero otras …. Supongo que la felicidad es justo ese momento en que pedimos al universo que el tiempo se detenga. Por supuesto, el universo no nos escucha y todo sigue. No hay más.