Ignacio Escañuela Romana
Entonces sueño con calles de mi infancia, andando entre paredes que puedo tocar, con portones abiertos hacia enmacetados patios interiores, donde la brisa fresca ondula a pesar del verano, el lugar de silencios embaldosados: el dolor grita entre objetos y rutinas. Allí que da a cada uno un refugio interior, en el exilio propio y culto, donde alucinar con pasajes propios y abarcables.
Ando de la mano, pequeño y asombrado, por adoquines cortados a mano, en medio de un profundo olor a zotal que procura combatir el orín de gatos. Observo hacia el cielo, azul tan intenso que está emblaquecido.
Sueño con pasos eternos, que dieron ya los constructores de esta ciudad oculta en la que los vecinos en los zaguanes se transmiten las verdades locales sobre los otros y, acto seguido, al partir, son sometidos al mismo repaso exhaustivo. Igual que conversaciones del pasado desde que universo interior fue construido.
Me levanto para poner el café, salgo a la terraza y observo una enorme avenida abierta, de múltiples carriles, por donde surcan en fuerte y bronco griterío vehículos metalizados, ignorantes del sí y del otro, en busca del dorado.
¿Tanto para esto?, me pregunto en voz alta.