Ignacio Escañuela Romana
Fue en su último día allí cuando, inopinadamente, paseando, recordó. Oleadas de imágenes y vivencias, como puntos de su vida, un conjunto de momentos sólidos, le invadieron y, entonces, cayó en la nostalgia más desesperada. La decisión se mantendría: todo el tiempo destinado a estar allí se había agotado, sin más, pero esa voluntad no le privó de la sensación de perdida. No del lugar, sino del tiempo. Cada realidad existiría ya, hasta el final de sus días, en él: cada una de aquellas piedras, las luces ámbares en pequeños circulos alrededor de las farolas, los juegos de sombras en las calles desiertas, el sonido del viento mezclado con ecos apagados de voces y televisores de las casas.
Alzó la vista hacia el cielo. Raudas nubes bajas se encaminaban hacia el interior del valle, la humedad podía olerse, pronto la lluvia se adueñaría de carreteras y campos. Deseando sentir las gotas cayentes mojarle el rostro comprendió que no, ya no tenía esperanzas. Sin embargo, seguiría viviendo a la espera de nuevos milagros, experiencias reales. ¿Cuáles? No podía saberlo pero, a través del dolor suave y resignado, se encaminó hacia ellas.