Ignacio Escañuela Romana
Imaginé el momento en que estuvimos juntos aquella tarde de vientos norteños, cuando todo viajaba por el aire, se arrastraba por encima de la superficie de las calles. Escuché vívidamente el roce agudo de las ondas de esa sutil mezcla que amamos al respirar, mientras jugaban desplazando al extremo tu cabello, rozando al cruzar por tu piel, haciéndote saltar las lágrimas como si aquella mirada clara llorase, al tiempo que caminábamos abrazados siendo uno, jugando con nuestros tactos, deseando lo que seguiría, en espacios cerrados y ángulos formados por dos cuerpos que se construyen mutuamente enlazados.
Miro, pues, a la lejanía de ese opaco horizonte ocre, conforme rompe a la orilla del mar de azul encendido del cielo de una tarde de marzo soleada. Los observo, no pienso en esa experiencia extática, sino en el ángulo agudo perfilado por nuestros cuerpos, de una tarde lejana, mientras el viento rodaba afuera, mirándonos a través del cristal de la ventana, riendo en su silbo.