Ignacio Escañuela Romana
Despierto e imagino que vienes. Me siento cansado y vago entre los sonidos del amanecer, el aleteo y piar de los pájaros, las sombras huecas que cruzan la noche desvaneciente.
Uno más, como el resto, en días cansados y vacíos pero, al menos, coloreados, con viento, sin ideas inquietantes.
No, no entiendo la razón por la que pienso esto por las mañanas, cuando tengo que tirar para alante y, después, el resto del día me olvido. Quizá cuando tenga que contabilizar lo hecho y sentido no tenga que incluir ni una coma tuya, pero ahora tu imagen aparece irónica, por un lapso. Si el ser está destinado a intentar persistir, entonces esa idea, la sensación, es un conato. Me digo a mi pesar.
No, ya no puede suceder nada más. Lo sé. Me temo que vago los días huyendo y que cualquier posibilidad está muerta. Simplemente, me despierto y todo esto reaparece hasta el primer café. Su bruma lo borra, menos mal.
No podemos ir, imposible volver: nada, simplemente. Y, sin embargo, me siento un breve instante, tomo el líquido ardiente para sorber y el libro para buscar el renglón donde me quedé, te observo, caustica y bella, ríes. Entonces, bebo y ya no estás. Las luces penetran por la ventana.