Ignacio Escañuela Romana
Me siento a observar el tiempo y las vidas, como un suave fluir a través de distancias y sufrimientos. Imagino que trazamos proyectos como quien cree que remontará esa corriente que, finalmente, se reirá y nos irá arrastrando. Como si cada vida, todas, no fuese más que ese esfuerzo en dar sentido a la nada que, en algún momento, termina atrapándote. Entonces, sólo queda observar el poderoso paso, dejarse llevar, sentir el movimiento de lo que va constantemente muriendo para ser reemplazado. En lo que es, sin duda, una experiencia humana repetida, pero no menos trágica en su eterno retorno. Como si todos estuviésemos condenados a seguir los mismos pasos mientras la corriente se carcajea y nos lleva. Ya Heráclito, doliente, lo escribió: «El tiempo es un niño que juega con los dados».
Soñaría, pues, con instantes de infinita certeza, atemporales, fijos contra el transcurso. Algo indeleble, un último intento del ser parmenídeo no cambiante. Aunque sé que esto es imposible. La razón nos ofrece la eternidad parcial, pero vivimos en el rumor de la vida frondosa, de la selva de sensaciones, de lo que nos hace sentir vivos. Aunque la verdad nos llama la atención, la apartamos para pasear por los bosques donde habita lo que somos.
Por todo eso, y por las historias que ya se acumulan, prefiero sentarme y dejarme llevar, pensando, como Khayyam, con cierto sabor acre, mas dulce, que quizá la luna me busque mañana en vano.
Aquí, ahora, me siento en esta especie de bahía propia y personal de un San Francisco mítico, configurado por mi mente. Entonces, siento la marea que fluye y mueve inmisericorde a la arena, me noto pleno de la sustancia del universo: del cambio. Casi todo lo he perdido en ese tiempo pero, la verdad, no me importa ahora. Disfruto del transcurso que tengo dentro y fuera. Se perderá en el tiempo, como lágrimas en la lluvia del replicante de Blade Runner, mas ahora soy ahí.
Bella y sosegada reflexión…como el vaivén de las olas en su eterno devenir, formándose las burbujas en la cresta de las olas, viviendo efimeramente unos instantes, traspasada su cristalina piel por cálidos rayos de luz, antes de retornar a la matriz…»he vivido» surge de la voz que la acoge.
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