Ignacio Escañuela Romana
Cierro los ojos y sueño con la mar. La que he visto, por la que he nadado, pero sobre todo la que aprendí de pequeño, en relatos imposibles, y el océano que encontré, entonces, en los libros de Conrad. El lugar donde vive el temible maelstrom que se traga todo lo cercano, incluido el Nautilus, en la obra de Verne. Las aguas tenebrosas bajo la galerna, en días de invierno inmisericordes, en noches bajo la manta, oyendo el susurro creciente de las eternas olas barriendo, cercanas, las arenas fluyentes.
Recuerdo las mañanas de relatos intensos, enfermo en casa, cuando niño, leyendo obras de aventuras oceánicas y guerras imposibles. Lejanos cañoneos de aventureros marinos. Hombres agazapados bajo las planchas de acero, mientras las cargas de profundidad estallan cercanas. De viajes largos para aprovisionar guerras interminables, pendientes de una mina perdida o un proyectil que no debería venir desde allí, pero se echa encima. De bajadas del marinero a tierra, tras meses embarcado, en busca de un dulce, símbolo de la vuelta al suelo tan ansiado.
Tardes en casa, en un mundo sin televisores ni teléfonos, cuando contábamos los segundos entre el rayo y el trueno, para calcular la distancia de la procela. Había algo especial: penetrar, con ojos ansiosos por saber, en uno de los misterios de la naturaleza.
Escuchar las canciones de mundos perdidos: tabernas del puerto donde lobos marinos se ocultan porque «han olvidado las rutas del mar». Vestigios de un mundo romántico borrado en éste de conexiones inmediatas y, a la vez, terriblemente inhumanas.
Sobre todo, el destino, porque «en la tumba del marinero no florecen las rosas». Algo queda, poderoso y oculto, ahí dentro: de esa mar inquieta, de las fuertes corrientes marinas que llevan y des-llevan.