Ignacio Escañuela Romana
«De repente, lanzas tu último uppercut y los siguientes serán ya una mera repetición desfasada, como el borracho que imita sus propios gestos», añadió. Mientras, sorbíamos lentamente las cheves, sin prisa alguna, sintiendo el transcurso del tiempo, en aquel peladero inmundo que tanto amábamos, donde podíamos estar y ser sin que a nadie le importásemos, entre iguales baqueteados lo suficiente por la vida y las decisiones tomadas con corazón y sin cabeza, los intereses convertidos en polvo, los sueños retornados a la nada. Nadie mejor que los demás.
«Fue al tirarle el golpe», me apuntó imitando el gesto. Mirándome con fiereza, dando pavor. Lo podía sentir dentro de mí, en el recuerdo continuado de los gladiadores que inauguraron el Coliseo y se mataron mutuamente como enemigos leales, compañeros. Sin despedirse, si no era por un estoque final, el último hachazo. Pero con dulzura.
«Se lo solté con todas las fibras, tras la finta con la izquierda, convencido de elevarlo por encima del ring». «Pero más rápido que yo la esquiva y el crochet con la izquierda entonces». «Estaba expuesto, añadió, como cazar al pichón mientras duerme». «Y, ¿qué esperaba con un zurdo? El choque que te retumba, el asombro, la caída», me contó.
«Claro que he perdido antes, ya lo sabes». Se dijo, «a veces se triunfa y te aclaman y otras eres el perdedor tumbado, dejado, como un rastrojo sometido al espectáculo. Entonces sólo piensas en irte lejos».
«No importa, ¿sabes?, es ganar o perder y así lo tomas». «Pero», añadió, y me dio un palmetazo en el hombro que me conmovió de los pies a la cabeza, mirándome a los ojos intensamente, «¿sabes?, toda mi vida pasó ante mí, con los errores, todos. Despilfarrado el tiempo y el dinero, a quienes me querían, todo lo ganado… Eso ha sido dar la vuelta a la esquina». Yo no me atrevía siquiera a moverme, casi no respiraba mirándole. «No puedo echarle la culpa a nadie. Todas las equivocaciones son mías y es así y ya está». Seguía agarrando el vaso con fuerza, marcando los nudillos, observándome fijamente como el tigre debe mirar a su presa. «Los errores son míos y no volvería a cometerlos, me arrepiento de que he tirado. Pero, sobre todo, ¡son míos! y machacaría al que me discutiese este hecho. ¡Míos y sólo míos!».