El libro de aquel verano

Ignacio Escañuela Romana

Jamás he vuelto a disfrutar tanto leyendo literatura como en aquel verano sevillano, caluroso hasta la extenuación. Apenas había dejado atrás el sudor de la noche, en un tiempo sin aires acondicionados, cuando abría el libro y llegaba esa hora en la que el breve viento suave de marea, en ascenso por el valle del Guadalquivir, paraba y los plataneros dejaban de susurrar. Seguía un orden fácil: tomar una colección estándar de novelas contemporáneas e intercalar algunas otras obras por atracción.

Al anochecer, daría algún paseo tardío por las plazas y el río, y muchas noches visitaría el cine para ver películas de serie B, en las que imaginar y encontrar algo. Allí sí había abundante aire acondicionado, tanto que se llevaba un chaleco. Mientras veía la peli e imaginaba, tocaban, claro, palomitas y, a menudo, paquetes de gomitas. A obscuras, oportunidad para situarse en otro mundo. Luego vuelta a casa en un paseo parsimonioso bajo la noche.

Pero lo central era lanzarme todo el día a la literatura. Afronté las obras completas de Sófocles, y alguna de Aristófanes. Pasé a la novela contemporánea, la técnica de Contrapunto de Huxley, El Archivo de Egipto de Sciascia y su reflexión sobre los límites de la verdad y la retórica, la durísima Muerte en Venecia de Mann, el maravilloso Hombre que fue Jueves de Chesterton, la violencia antisocial del Agente Secreto de Conrad, y, así, un largo etcétera. También tuve mis fracasos, me retiré ante la complejidad de Abaddón el Exterminador de Sábato, aunque, a cambio leí la mucho más corta El túnel; reculé ante el Ulises de Joyce y, por ello, me perdí en la contemplación de su Dublineses. Me han ido mirando acusadores esos libros desde la estantería, aunque finalmente superé el Ulises. En cambio, he de añadir el Juego de los Abalorios de Hesse, también esperando una segunda oportunidad. Quizá a que lenta y pacientemente mundo exterior e interior coincidan.

Descender a las páginas y devorarlas, mientras la calle ardía y el silencio recorría la gran ciudad, fue una experiencia única. Todavía quisiera repetirla y, alguna vez, tengo que hacerlo: leer por leer, leer por vivir, o vivir para leer. Un verano ardiente. Tal vez un invierno gélido y nevado de los que aquí, en el Sur, no tenemos. Pero leer y perderme en la imaginación, que bordea lo que el autor quiso expresar y yo me atrevo a modificar a mi capricho. Para hacer, entre los dos mundos nuevos, interpretaciones diferentes, en un diálogo entre lo que se escribió y lo que se lee.

Quizá la literatura sea sólo un diálogo a través de los años, las décadas y los siglos. Tal vez los libros hablen entre ellos y susurren soluciones nuevas en las noches en que dormimos y no sabemos oír. O, es posible, como en el final de El Nombre de la Rosa, de Eco, que toda la vida intentamos ir tomando hojas sueltas que se agitan al viento para intentar componer un libro completo, un significado, la conclusión de la vida. Sin conseguirlo.

«Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos», nos dice Joyce en el final de Dublineses, tras contarnos en sucesivos cuentos el paso por la vida, desde la juventud hasta las últimas experiencias. Pero ese verano, bajo el sol brillante y único del Guadalquivir, sentí las sucesivas vidas y experiencias que nos relatamos a través de las palabras, los anhelos y temores, los significados, las conclusiones no rematadas, los principios que se quedan inconclusos. Como en la Biblioteca Universal de Borges, mis lecturas conformaron un libro de todas ellas. Un verano del Sur. Único.

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Ignacio Escañuela Romana

Un poco de todo, escritor, filósofo y economista. Porque, en el fondo, son la misma cosa.

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