Ignacio Escañuela Romana
Siempre había sido de ese modo, aunque habría buscado deliberadamente el riesgo. Repasaba su vida y todo le parecía lógico y normal. Encajable. Le habría gustado vivir una novela de aventuras intensa, degustar varias vidas en una; mas no había podido, o no había querido, hacerlo. Quizá no había sabido.
Sentado ante una cerveza, con amigos, mirando la avenida, todo le parecía usual. Como siempre. Algo visto no en una, sino en múltiples ocasiones. Ya era junio y como tantos junios iguales, sin recuerdo, con el viento de poniente soplando, en una tarde apacible, anunciando el verano ardiente. La costumbre. Nada diferente.
De la misma forma, su alma se acomodó a la perspectiva, a la espera, sin duda alguna, del sueño eterno. No el de Marlowe, sino el verdadero y para siempre. Sin embargo, soñó cuando joven en navegar y vivir combates exóticos, en ser un héroe extravagante y serio, ver mundo. Hacerse todo un hombre. Imaginó las tabernas del puerto del tango, las vidas del siglo XIX, las zonas inexploradas de entonces, en derrotas sin nombre, sentir directamente, alcanzar a través de ríos ignotos a lejanos parajes donde asomarse al corazón de las tinieblas. Llegar donde nadie había llegado, alcanzar lo que escondido esperaba retando. Aspirar el frenesí dionisíaco del mundo.
Años ya de los sueños: quedaron atrás. El mismo pueblo, las mismas personas, idénticos protocolos, la misma desesperanza. Fue un viaje sin retorno porque ni siquiera había partido.
La conversación pasa sobre los temas ajados de siempre, esperados, como una costumbre antes de caer en el abismo. Repasos de vidas parciales, allí donde infinidad de otras personas hicieron lo mismo y fueron ya olvidadas. El silencio que cae pesadamente, como una duermevela, sobre las consciencias. Anécdotas medio ciertas, medio inventadas. El descenso hacia la nada.