Ignacio Escañuela Romana
Fue una rebelión en toda regla. Hartos de belleza y esperanza, de corrección y reglas, hastiados de lo excelso, tomamos las armas. Decididamente.
En la asamblea, muchas voces discrepantes. Pero, entonces, despiadadamente, los pasamos a cuchillo. No hubo piedad. Fuimos crueles, para quemar las naves y no poder jamás volver atrás. Sin clemencia.
Queríamos emoción y vivir encarnizadamente, llegar a lo más negro del corazón de un ser viviente. Marchamos contra él. En los combates que siguieron no tomamos rehenes: no nos habían apoyado y les sometimos a los más terribles tormentos. El corazón nos chorreó sangre oscura y roja. Sobre el alma cayó un velo más negro que la muerte. Ninguna lágrima.
En el último acometimiento avanzamos decididamente y teníamos ya la victoria en nuestro lado. Hundimos su centro y corriendo, armas desenvainadas, aullando el odio más profundo que haya existido jamás, enfilamos hacia él. A punto de alcanzarle para acabar con la tiranía de la belleza, el bien y la verdad, con el rencor escondido en lo más hondo de las tripas, rezumábamos venganza. El grito de la tierra y el sol, del hambre y el mal.
Perdimos. De repente, rodeados, a ambos flancos, caímos en la trampa y fuimos flanqueados. Uno a uno fuimos cayendo. No nos importó. Reímos hasta el final, deseando desaparecer para siempre en el olvido. En una nada sin final. No temíamos ninguna tortura. Consecuentes.
Se exterminó a todos, no a mí. No se me permitió morir y se me condenó a una existencia eterna y baldía, lenta y dolorosa, desde la que observar el reinado del bien y la belleza.
“Diablo” me llaman. En realidad, soy un galeote.