Ignacio Escañuela Romana
El último filósofo se levantará esa mañana titubeante, hará arder su café para sentirlo, observará las primeras luces del amanecer y entonces…
Sí, sólo quedarán breves comentarios inteligentes, ergotizando, sobre detalles triviales del todo conocidos. Sin dudas, sin problemas ni angustias, ese hombre se sienta todas sus mañanas a calcular lo pensado, analizar lo reducido, sintetizar conceptos sincategoremáticos. Poco a poco, lentamente, incluso los detalles del alba han tomado la tonalidad grisácea de una ligera, insustancial, boira.
Sin embargo, por debajo de la superficie calma, una fuerte corriente le domina, una sensación persistente de la que apenas es totalmente consciente. Añora aquella época en la que el hombre, él, era mortal y la duda le devoraba el corazón. La sensación del vértigo del error. Recuerda aún cuando, siendo joven, sentía la llamada heraclítea, investígate a ti mismo.
Observa, mientras siente el sabor, amargo y terroso, deslizarse por su boca, su biblioteca desfasada, pendiente de una transmisión obsoleta hacia un cerebro que pensaba a través de una sucesión compleja y podía, debía, equivocarse. Cuando uno se veía obligado a seguir cadenas conceptuales y encontraba un cierto goce en hacerlo hasta el final.
Sí, recuerda, la filosofía habría buscado la esencia de los seres, la permanencia o el cambio, la ley, la función que explique y prediga, los entes conceptuales que den razón de todo lo expresable. Desde un sujeto innovador, habría tratado de profundizar hasta la verdad del propio escenario de la percepción. En fin, habría planteado la historia humana y su valor, junto con la certeza del poder transformador que adquirimos haciéndolo. Un deber universal, para todos y todo lugar.
Pero, se dice, como había ido repitiendo en estos años de paso, se habría alcanzado la anhelada teoría del todo, la ecuación única que daría razón de todo lo pasado y futuro, incluyéndolo en las regularidades que explican. Ya no quedarían incógnitas, disueltas por una teoría abarcadora de lo más general y lo más específico, alcanzando a completar la comprensión de toda conducta y pensamiento humano, de todas sus motivaciones y estructuras, piensa. No quedaría nada recóndito, ninguna incertidumbre fundamental, tan sólo detalles y glosar las múltiples ramificaciones de las deducciones de esta teoría.
En definitiva, afirma en voz alta, para sí mismo, vivimos bajo un tremendo resplandor. Al preverlo todo, lo aplicamos para alcanzar la ansiada inmortalidad. No precisamos hogueras para el resto de libros ya escritos en una historia de intentos fracasados total o parcialmente. Los leen historiadores, pero no aportan nada pues el futuro está escrito y el pasado es una predicción más. Todo lo sucedido no es más que la necesidad de esa única ecuación. Recuerdos, entonces, curiosos de familia, que vemos en los ratos ociosos, que repasamos para construir una historia que, en verdad, es conocida eternamente.
Quedan, pues, las mañanas anhelantes tras las certezas huyentes. El deseo enfrentado a la realidad. Esa propia angustia que la verdad reduce. Un odio ferviente hacia la visión sub specie aeternitatis.
Observa el libro sobre la mesa, entre los lomos una única página con la ecuación que todo lo contempla. Deja sobre él el café y busca el olvido.
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1.htmlhttps://papelescaracol.blogspot.com/2022/07/revista-los-papeles-del-caracol-numero-1.html