Escañuela Romana, Ignacio
Mayo, 2022
El hombre antiguo vivía en un lugar suyo y de otros, formando comunidades con identidad. Pertenecía a esa sociedad y a ese entorno, como se es y se piensa. Sí, un apéndice, pero con su propia verdad y su voz. No era un nombre, sino un apodo definitorio y su familia era un linaje. Vivía en la necesidad y en la inseguridad, mas lo aceptaba como un hecho más de la naturaleza implacable. Aunque le dolía, sí, desesperaba de su condición.
No, no era bueno por naturaleza, la guerra existe desde que el hombre aprendió a reconocerse y a fabricar y modificar su ambiente. No, no había igualdad estricta, porque el poder está presente en todas las sociedades, desde que fueron creadas como un determinado de la historia.
Sí, quería prosperar. A menudo, la tradición de su lugar le pesaba como un
fardo y despotricaba.
Entonces llegó la modernidad. No fue el primer paso, pero sí uno diferencial y relevante. Su espíritu es la regla y la uniformidad, somete naturaleza y hombres a regularidades justificadas. El hombre se siente dueño de sí mismo y de su condición. Es el Ulises de Adorno y Horkheimer. El dominio dejó de ser algo anecdótico y tradicional para pasar a estar sometido a una nueva legitimación.
Entonces, el hombre pensó que acariciaba la inmortalidad y la omnipotencia, y encumbró la ciencia como instrumento eficaz, una segunda naturaleza, una verdad indubitable, aunque en teoría incierta.
La regla, la propiedad de adecuación universal a una regularidad establecida, estudiada y fundada, borró las identidades locales y familiares, así como la personal. Había perdido el valor único y el hecho de ser, en el tiempo, como la naturaleza, ahora, no obstante, puesta enfrente como enemiga de la que extraer utilidades. Lo específico se difumina en el tribunal del orden, el valor a obtener, el instrumento sometido a mi poder. El Estado aniquila el derecho de familia de Antígona y la obliga a desaparecer.
Nada parece entonces imposible. La ciencia nos promete el paraíso de la
eternidad y la relegación de la enfermedad al olvido. Vivimos como casos, nos hemos definido como ejemplos, nos hemos concentrado en poseer, instrumentalizar el tiempo; anularlo y someter al mundo al deseo. Las comunidades han desaparecido, sólo quedan las aglomeraciones de
individuos. El apodo se perdió, se conserva la etiqueta.
A cambio, el horror a la muerte y la enfermedad, porque ahora aspiramos a
su derrota, y la alienación de mi significado como posesión de otros y otras personas. Leo, pues, los libros de historia y me asombro de cómo las personas podían ser felices y desear, amar y trabajar, en medio de la calamidad y con la muerte presente. Epidemias como la peste negra, en medio de la impotencia humana. Aunque sé que en el futuro, espero, generaciones que ni imagino se preguntarán cómo podía yo aceptar enfermedades y realizar tantos trabajos físicos, y tener tantas fallas físicas y psicológicas. Posiblemente en un mundo de una nueva especie, perfecta y casi inmortal. Si antes no nos hemos aniquilado a nosotros mismos. ¿Podrán comprender el mundo de un ser mortal y privado?
Pero es cierto, también, que me levanto y existo, y sé que mi presencia en
lugares por lo que paso, trabajo y vivo, es circunstancial, un engranaje más. La clasificación. En una sociedad, además, donde el poder de unos sobre otros es cada día más fuerte y la obligación de rendir, y ser útil y eficiente, me persigue todo el día, y la noche.
Reflexiono y me doy cuenta de que esto está empezando, que vamos corriendo hacia el control de la naturaleza y la sociedad, la transformación del hombre y la estabulación del tiempo, en medio, sí, de desastres climáticos y guerras, ante esa realidad tan terrible que tanto nos define como hambrunas y enfermedades superadas para millones de congéneres iguales a nosotros. Entonces paseo tranquilamente y siento que soy, ese cogito cartesiano del que tengo certeza, y me esfuerzo en sentir esa existencia.
https://orcid.org/0000-0002-5376-0543
https://philpeople.org/profiles/ignacio-escanuela-romana